Sinopsis de Incubbus:
Por falta de recursos en su familia, Mireille es llevada al castillo del hijo bastardo del Conde, Lord Claud, para formar parte del servicio a cargo de los aposentos del lord.
Sin embargo, en toda la provincia se cuenta que el lord es realmente un demonio y que, por ello, todas las sirvientas del castillo terminan muertas… o algo peor.
Intenté no resistirme, pero en el último momento comencé a llorar como un bebé y a berrear:
—No me dejes. No te vayas. ¡No me dejes aquí! ¡Papá! —gritaba mientras pretendía zafarme de los guardias. Pataleaba y me revolvía como un cerdo acorralado.
Sin embargo, él se fue con el dinero y la seguridad de que recibiría un sueldo de mi parte cada primero de mes. Era tan cruel… Había oído miles de historias sobre el castillo del hijo bastardo del Conde. Y lo peor era que todas ellas eran ciertas. Yo misma había visto a chicas más jóvenes que yo salir de allí con el rostro desfigurado o tullidas. Ninguna de las criadas de la bestia duraba más de un mes.
Hubiese preferido ser vendida como ramera o como criada de la prisión. Había tantas torturas mejores que no podía pensar en qué le había hecho yo a mi padre para que me dejara en tal lugar… Eso fue lo único que pensé durante mi primera semana en el castillo, en las mazmorras. No saldría hasta que jurara fidelidad al “lord”; y no tuve más remedio que decirlo en voz alta, entre lágrimas y rodeada de cadáveres de los que no se habían atrevido a jurar.
Quemaron mi ropa de campesina y permitieron que me aseara en el baño de las criadas antes de entregarme mis nuevas vestiduras. Oficialmente, ya formaba parte del servicio del castillo de la amante del Conde, Lady Anna.
Me recogí el pelo en un moño y me adentré en la cocina que teníamos las criadas del lord para nosotras solas, anexa a nuestras habitaciones y nuestro baño. Los otros criados del castillo no tenían tantos “lujos”, pero tampoco tenían que servir al engendro. Lo que teníamos en común todas era lo jóvenes que éramos, a excepción de un par de ancianas —de casi cuarenta años— que trasteaban con las cacerolas mientras el resto repartíamos platos y cubiertos por la robusta mesa de madera que gobernaba el lugar. A partir de aquel día comería dos veces, una a la mañana y otra a la noche, a base de pan y sopa con un pedazo de carne dentro. Todo nuestro dinero iría a nuestras familias, y nosotras viviríamos en la miseria, con la angustia constante de no saber si seguiríamos allí para ver el mañana.
«No pienses», me decía mientras veía cómo mis manos temblaban como hojas en invierno. Casi se oía el repiqueteo de mis zapatos en el suelo de piedra a causa del temblor de mis piernas. Tenía tanto miedo… Había oído que el lord era grotesco y deforme y que lo tenían encerrado en su habitación. Decían que había matado a innumerables guardias y doncellas del castillo.
—Mireille —me llamó una de las ancianas—. Te encargarás del aseo de lord Claud —me informó con pesar.
Ya conocía a aquella mujer. Lady Anna en persona me la había presentado un par de días atrás con el nombre de Adèle, la mujer que se había dedicado a organizar a las criadas del lord desde que este había nacido. Había sido su niñera y, aun después de descubrirse que el joven era una bestia, seguía encargándose de cuidarlo. Parecía mayor de lo que era, con grandes bolsas bajo los ojos azules y medio blanco el cabello que antes era rubio. Su piel había perdido la lucidez y elasticidad propias de la juventud y se habían ido formando manchas en los brazos y el cuello. Aun así, se intuía que era una mujer fuerte, no más alta que yo pero sí más robusta, experimentada. Aprendería mucho de ella, pues era la única de nosotras que no tenía el miedo clavado en los ojos.
—¿Mireille? —se preocupó ante mi silencio; y la miré en respuesta. Mi voz se estaba cavando una tumba en lo hondo de la garganta. Adèle me miró con compasión—. Olive, la encargada de la alimentación, te acompañará —me explicó, y señaló a una muchacha que entraba en la estancia— y te explicará en qué consiste tu función. Hoy está nervioso y Lady Anna quiere que acabemos rápido para que las Colectoras lo tranquilicen. Olive —la llamó, y la chica asintió.
La observé echar el contenido del cubo que llevaba en mano dentro de una cacerola y colgarla sobre el hogar para hacer hervir lo que fuera que estuviera dentro. Su olor era tan profundo que no me atreví a mirar y, como yo, la chica llamada Olive parecía no estar acostumbrada a tal hedor. Sus ojos grisáceos estaban hundidos en sus cuencas y toda ella estaba en los huesos. Se le marcaban los pómulos y los labios eran finas líneas. La piel, tirante sobre los huesos, había adquirido un tono ceniciento y su cabello, negro y largo, había perdido lustre y tenía muy poco volumen. La angustia la había convertido pero, aun así, se podía apreciar su antigua belleza.
Antes de que pudiera reaccionar, ya había echado una parte del líquido en una copa y esta en una bandeja con cubierta. De seguido, se había adentrado en los enormes pasillos del castillo con la bandeja en perfecto equilibrio sobre sus manos mientras yo transportaba como podía el enorme barreño de agua caliente y una bolsa con jabón y una toalla.
—Debes desvestir a lord Claud, asearlo y llevarle la ropa a la lavandera —comenzó Olive.
—Bien —respondí. Notaba el corazón bajo la garganta y un dolor muy profundo en el estómago que casi me hacía vomitar—. ¿Y la muda?
—De eso no te encargas tú. No dejes que te toque —me advirtió—. Y no digas tu nombre frente a él ni cerca de sus aposentos.
—¿Por qué? —Y se detuvo en seco.
—No-digas-tu-nombre. Jamás —repitió—. La última chica que ocupó tu puesto se lo dijo y a la mañana siguiente estaba muerta. Había muerto mientras dormía. Nuestro lord es un íncubo. —Se santiguó y besó la cruz que reposaba sobre su pecho, colgada de una fina cadena.
Yo no sabía qué era eso exactamente pero tampoco quería preguntar. Extrañamente no me chocó tanto la muerte de mi predecesora como las otras de las que había oído hablar. Morir mientras se duerme no debe ser tan malo. Prefería eso al dolor de ser mutilada. «No le digas tu nombre. Que no te toque. Haz tu trabajo». Si hacía lo que debía y volvía a la cocina, podría estar tranquila hasta el día siguiente.
No tardamos demasiado en llegar al pasillo de la última planta. El agua se estaba enfriando… La próxima vez la pediría más caliente. Allí no había guardias y todo estaba oscuro. Era como viajar a un mundo completamente distinto dentro del propio castillo.
—Oli// —comencé a decir, pero una bofetada suya me detuvo.
—¡No digas mi nombre, idiota! —gritó en un susurro, medio llorando y con la vista clavada en la puerta de los aposentos del lord—. Entraré yo primero para alimentarlo y, cuando salga, vas tú —me indicó. No se me pasó por alto que se refería a lord Claud como si fuera un animal.
Y entró. Me quedé sola en el pasillo y, finalmente, pude desmoronarme. Dejé el barreño en el suelo y me senté abrazándome las rodillas. Casi no tuve tiempo de comenzar a llorar cuando oí un grito y Olive salió corriendo como una loca de la habitación.
—¡Sabe mi nombre! ¡Brujo! ¡Maldito! ¡Demonio! —vociferaba mientras huía como una poseída. Parecía que corriera frente a la misma muerte, y yo temí por lo que me sucedería en aquella cámara oscura.
Tragué saliva y me acerqué a las puertas, abiertas de par en par, cuando un intenso frío salió de dentro junto a un horrible hedor. Retrocedí un paso y a punto estuve de dejar caer el barreño de agua y salir de allí.
—¿Eres la chica nueva? —preguntó una voz profunda, áspera y ardiente como el infierno. Parecía venir de bajo tierra, del más allá, y sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Aún no había cruzado el umbral de la puerta.
No me atreví a responder, pero adentré un pie en la oscura cámara, barreño en mano y corazón en la garganta. La sangre se me acumulaba en los oídos, palpitante, y no me dejaba oír nada que no fuera su risa leve, divertida y funesta. Su voz provenía de lo más profundo de su garganta y sus labios se me presentaban en una mueca escalofriante, entre desprecio y diversión. Sonreían a medias, medio escondidos tras el tupido y serpenteante cabello oscuro. Todo en él rondaba los matices más oscuros de toda la paleta de colores. Su ropa estaba raída y sucia. Sus labios tenían un tono morado. El cabello era del color del ónice, aunque mate y sin lustre. Manos y pies estaban llenos de mugre a causa del tiempo que llevaba sin encargada del aseo. Y tenía las cejas fruncidas y los párpados cerrados con fuerza. La tenue luz del pasillo parecía molestarle. Todo él parecía una sombra, una sombra que rehuye cualquier vestigio de luz.
Di otro paso y cerré la puerta a mis espaldas tras dejar el barreño de agua en el suelo. Se había enfriado y esperé no tener que volver a la cocina para calentarla. Las manos aún me temblaban y no veía bien. Por suerte, encontré una pequeñísima vela que encendí con los fósforos que había cerca.
La estancia parecía una celda de las mazmorras del castillo. Sin embargo, tenía un baño anexo y una cama con dosel entre otros muebles propios de una habitación completa. Lo único que convertía aquella cámara en una mazmorra fría y escalofriante era el trono al que estaba encadenado Lord Claud. Cadenas y grilletes del grosor de mi cintura ataban muñecas, tobillos, cuello y cintura del hombre; todo estaba oxidado.
—Qué guapa —rio de nuevo, y se me erizó el bello de la nuca. Al parecer, había abierto los ojos—. ¿Qué edad tienes?
—Quince —respondí con un murmullo. Ya se me consideraba una mujer pero no me gustaba que me mirara de esa forma. Ni siquiera podía verle los ojos detrás de esa melena pero los notaba escrutando cada parte de mi cuerpo bajo el vestido corto sobre las rodillas. Sin duda alguna era útil para moverse mejor al trabajar, pero me avergonzaba mostrar tanta piel desnuda de mi cuerpo. Casi dejaba ver mis pololos.
Sin esperar a que se presentara, empujé con el pie el barreño de agua y me arrodillé frente a él. Desde mi posición, podía ver claramente que la ropa de la bestia estaba hecha para poder sacarla sin desatarlo. «Cálmate», me repetí en un intento de detener el tiritar de mis manos. Tenía frío.
—Dulce miel —carcajeó él, y se lanzó hacia delante todo lo que pudo para acercarse a mi pelo—. Hueles muy bien, pequeña.
Casi no podía concentrarme en quedarme quieta, como me había advertido Lady Anna. Tenía que dejar que me “oliera”, como si él fuese un animal salvaje al que tuviera que dejar que me reconociera. De esa forma, sin hacer movimientos bruscos, podía hacerle saber que no iba a hacerle daño. Así me vería como a todas las demás.
—Dime tu nombre —me ordenó mientras inspiraba fuertemente. Las cadenas de su cuello se tensaban y chirriaban mientras el grillete lo ahogaba.
—Dolce —mentí, y me incliné hacia delante para que no se hiciera daño. Así pudo retroceder y respirar mejor.
—Nah… Tú no eres italiana. Tu francés es demasiado natural —se rio de mí—. Pero ya averiguaré tu nombre, Lapislázuli.
Alcé la vista y me encontré con su mirada. Esos ojos me dejaron totalmente de piedra. Dos espejos que reflejaban toda la luz de la estancia y a mí misma. Parecía que podía escrutar mi alma y robármela. Y tuve miedo; tanto que me caí de espaldas, provocando una carcajada macabra que me puso los pelos de punta. Era… Era… Demasiado hermoso.
Había oído innumerables versiones del aspecto del lord y todas coincidían en sus facciones grotescas y su cuerpo deforme. Sin embargo, cuando lo miré sin todas esas falacias cubriéndome los ojos pude ver un joven delgado de rasgos varoniles y fuertes. Aun con la espesa barba, podía ver unos labios suaves; aun con las ojeras y la expresión demente, podía ver unos ojos del color de la terracota. Sin embargo, esos iris rechazaban la luz como si de un gato de tratase.
—¿Qué pasa? ¿Te has enamorado de mí? —se mofó el monstruo, y me incorporé rápidamente. Tenía que centrarme en mi trabajo.
Desabroché su camisa y sus pantalones sin acercarme demasiado a él. No podía retrasarme en mi trabajo. Cuanto más tiempo pasase con él, más facilidad tendría para intentar persuadirme. Sabía perfectamente que lord Claud podía penetrar en la mente de las personas y encontrar todas sus debilidades.
—Con suavidad, Lapislázuli. No querrás hacerme daño, ¿verdad?
Cada vez que me llamaba así me miraba a los ojos y el pulso me temblaba. Me venían a la mente todas esas chicas desfiguradas y me entraban ganas de salir corriendo. Olive había salido unos minutos antes, gritando. ¿Tan importante era que no supiera mi nombre? ¿Qué era un íncubo?
Ahogué un grito cuando conseguí quitarle los pantalones y vi sus partes íntimas. Sin pensarlo mucho me tapé los ojos mientras él se reía.
—Eres muy tonta, pequeña. Si vas a limpiarme es normal que me veas desnudo. —Esa risa me erizaba el bello de la nuca y me hacía temblar. Tan gutural, tan funesta.
—Pero… —Las lágrimas asomaban por mis ojos. ¿De verdad tenía que lavar eso tan duro que parecía señalarme?
—¿Nunca has visto una polla tiesa, pequeña? —Parecía divertirse mucho a mi costa.
Respiré hondo una vez. Ya sabía que a los hombres, cuando se excitan, se les hincha lo que tienen entre las piernas pero nunca había imaginado algo así. Se movía y latía como con vida propia, como si fuese a atacarme.
—Voy a echarte un poco de agua —cambié de tema mientras cogía agua del barreño y mojaba su cuerpo.
El mecanismo de la silla permitía recoger toda el agua que caía —incluidos los excrementos y el orín— y lo llevaba todo al desagüe del suelo, en medio de la estancia.
Evitando mirar por debajo de su ombligo, lo limpié como había aprendido en la funeraria de mi tío: sin prisa y esmerándome en las zonas más propensas a mancharse o sudar. La pastilla de jabón y el paño se me iban resbalando de las manos cuando me ponía nerviosa así que intentaba serenarme pensando en él como si fuese un cadáver más; un cuerpo sin vida que tenía que limpiar y mantener.
Miré a otro lado al limpiar esa cosa dura y sus piernas, sin acercarme demasiado pues cada vez que me movía parecía moverse conmigo, como pretendiendo invitarme. Y por mucho que lo intentara parecía imposible no acabar mirando, como si quisiera hipnotizarme. Así que zarandeé la cabeza y le provoqué una carcajada.
—¿Vas a dejarme a medias, chiquilla? —me preguntó, insinuante, mientras su cosa acompañaba el gesto.
Simplemente no respondí. Me levanté y le lavé el pelo grasiento y la cara sin acercarme demasiado. ¿Y si me mordía? ¿Y si intentaba atacarme? Me parecía estar jugando con un animal salvaje.
—Abra la boca, lord Claud —le pedí cuando acabé de aclararlo.— Voy a lavarle los dientes.
—Aún no he comido —dijo sin dejarme meter el cepillo en su boca.
Al seguir su mirada vi la copa que Olive había traído, tirada en el suelo. Su contenido, rojo y espeso, se había esparcido por la estancia. ¿Cómo no lo había visto? ¿Cómo no había olido la sangre hervida?
Me tapé la boca y retrocedí. ¿Ahora tenía que darle de comer?
—Después volveré a la cocina a por su comida, mi lord —le aseguré.
—Puedes ir. Yo te espero —se sonrió a sí mismo, y en cuanto oí la última palabra salí rápida como una gacela hacia la cocina con la copa en la mano.
Entré en la estancia jadeando y apoyada en mis rodillas para no caerme.
—¿Mireille? —se asustó Olive—. ¿Estás bien?
—No le has dado de comer… —le expliqué entre jadeos.
—En aquella olla hay más. Yo no puedo ir… —Temblaba como una hoja, acurrucada en el incómodo taburete al lado del hogar.
—Esta vez lo hago yo —le sonreí como pude antes de abrazarla—. Quédate tranquila que este será nuestro secreto.
De vuelta en la mazmorra de la bestia, la copa en mis manos temblaba y tintineaba. Parecía que se me iba a caer pero apreté con fuerza el cuello y cerré la puerta con un pie antes de darme la vuelta y encarar al desnudo lord.
—Has sido muy rápida, Lapislázuli. ¿Tantas ganas tenías de volver a verme? —se mofó de mí mientras me acercaba y me ponía a su altura para acercarle la copa a los labios.
Solo con pensar en que se bebiera eso me entraban arcadas y me temblaban aún más las manos. Cerré un poco los ojos pero me giró la cara cuando quise apoyar la copa en su boca.
—Siéntate en mis rodillas para darme de comer —me ordenó, pero no me moví—. Si no lo haces mataré a tu amiguita —amenazó, y sentí que decía la verdad. Así que me senté en sus rodillas, todo lo lejos que pude de sus partes íntimas—. Mírame a los ojos para darme de comer, pequeña.
Sus palabras eran como una maldición. Se me clavaban en el alma y movían mi cuerpo sin mi permiso. Así, mirando esos escalofriantes ojos de espejo me vi dando de beber sangre a un monstruo mientras notaba su cola golpear contra mi muslo. Y esa cola parecía querer levantarme la falda, rozándome la parte baja de los volantes. Era espeluznante y quise correr. Levanté un poco más la copa mientras lord Claud tragaba sonoramente y se me revolvía el estómago. Le empezó a caer un poco por la barba y a gotearle en el pecho, pero cuando quise bajar un poco la copa la mordió y siguió bebiendo con ansias hasta que ya no quedó nada.
—Ahora mismo le limpio, mi lord —me apresuré, levantándome y dejando la copa a un lado. Le limpié la sangre del pecho y de la barba como pude, pero era demasiado espesa.
Un poco apurada, busque entre los utensilios de mi bolsa una cuchilla para afeitar a lord Claud, pues de poco servía que lo limpiara con aquella mugrienta barba. No es que me preocupara él, sino más bien Lady Anna, que de vez en cuando inspeccionaba nuestro trabajo visitando a su hijo. Y por lo que sabía sus castigos por un mal trabajo eran dantescos.
—Lo que buscas está en el baño. La cogió una criada para suicidarse hace un tiempo —me ayudó lord Claud, y sin mirarlo entré en el baño para encontrarme la cuchilla, prácticamente oxidada, en medio de un charco de sangre. ¿Acaso mis compañeras preferían las torturas de Lady Anna antes que hacer su trabajo?
Tragué saliva y arranqué la hoja de afeitar de su prisión de sangre seca antes de restregarla con un trapo para quitarle los restos y todo el óxido que pude. Aún podía usarla, pero con cuidado o mi trabajo terminaría mal.
—Mi lord, necesito que os quedéis quieto mientras os afeito —le pedí. No quería volver a las mazmorras.
En aquel momento, al ver a lord Claud me vi a mi misma, encerrada y rodeada de muerte y mugre. Se me hizo un nudo en el cuello y pensé en cómo había sido su vida si siempre había estado encerrado allí. Aunque fuera un monstruo o un asesino, no podían torturarlo de aquella forma.
—Pequeña Lapislázuli, si frunces así los labios acabaré violándote —suspiró el lord con anhelo, y me estremecí ante sus palabras.
—… He oído que os gusta hacer tratos —cambié de tema, recordando otro de los rumores.
—Cierto. ¿Qué tienes en mente, chiquilla? — sonrió a través de la espesa barba mientras preparaba el agua con jabón para afeitarlo.
—Si me ayudáis con mi trabajo le contaré cosas…
—¿Qué cosas?
—Cualquier cosa que queráis saber sobre la gente del castillo, excepto sus nombres.
—Bien.
—¿De veras?
—Por supuesto… ¿Eres virgen, Lapisláizuli?
—¿Si os lo digo os estaréis quieto?
—Como un cadáver en una funeraria —prometió, y descubrí que sí podía leer los pensamientos.
—Lo soy — respondí, aterrorizada.
Entonces Lord Claud se quedó quieto y señaló sus rodillas para que me sentara sobre ellas para afeitarlo. Sin embargo, me subí a la parte trasera del trono de madera y deslicé la mano por su cuello para elevarle el rostro. Se dejó hacer y apoyó la coronilla y el húmedo cabello sobre mi pecho. Estaba frío pero no me separé y empecé a enjabonarle la barba mientras rezaba para que la cuchilla siguiera afilada. Me recorrió un escalofrío y sentí la suavidad de su pelo a través del fino algodón blanco, de forma que se me encendieron las mejillas al comprobar que mis pezones se endurecían por el cambio de temperatura y el roce. Me mordí el labio y pensé que Lord Claud no lo notaría, pero vi una sonrisa en sus ojos de espejo, aunque se mantenía completamente quieto y sin hacer muecas.
Respiré profundamente y mantuve el pulso mientras pasaba la hoja por su cuello y mandíbula una y otra vez, intentando no mirar aquello entre sus piernas, que parecía no cansarse nunca de señalarme. Entonces miraba sus ojos inquisidores y volvía a desviar la mirada, cohibida, hacia su entrepierna, así que opté por mirar fijamente su torso. Después, apreté su cabeza contra mi pecho para que no se moviera, casi instintivamente.
Cogí la toalla y le quité los restos de jabón para terminar el trabajo de una vez, momento en el que vi por primera vez el rostro completo de mi lord, y se me hizo un nudo en la garganta. Nunca lo hubiera dicho por sus palabras, comportamiento o voz, pero ante mí tenía el rostro de un chico no mucho más mayor que yo. Su mirada, ahora curiosa por mi expresión, se me clavó en el pecho y no pude resistir el impulso de abrazar aquel rostro y besar su frente tal y como había hecho muchas veces con mis hermanos menores, a los que había perdido por hambre o enfermedad. Se me humedecieron los ojos y reprimí un llanto.
Entonces picaron a la puerta. No recuerdo cuánto tiempo había pasado a medias entre la tristeza y el llanto, lagrimeando, pero me sobresalté y me alejé de Lord Claud, incapaz de mirarlo mientras recogía los bártulos y salía corriendo de la habitación.
—¿Dónde vas corriendo así, mocosa? —me preguntó una mujer de aspecto exuberante. Ella y otras dos mujeres prácticamente iguales estaban a la espera fuera de los aposentos, así que supuse que serían las Colectoras.
—Lo siento mucho. Es mi primer día y me he retrasado con la tarea —me expliqué, agachando la cabeza y mirando al suelo.
—Así que la nueva limpiadora… Espero que no hayas hecho nada más con lord Claud, chiquilla. Es nuestro —me recriminó la cabecilla mientras las otras me miraban de forma intimidante.
Estuve a punto de decir algo más, pero asentí y me fui al comedor de las sirvientas del lord para poder respirar tranquilidad. La lavandera me dijo que incinerara la ropa directamente porque estaba muy sucia y después pude descansar.
Cerré los ojos un rato y soñé que estaba atada al trono de los aposentos de lord Claud, donde él me limpiaba y daba de comer antes de irse y dejarme sola con tres hombres que me desataron para dejarme embarazada. Quería despertar, pero sentía mucho dolor. Gritaba y pedía ayuda pero nadie venía a buscarme.
—Mireille —me despertó Adele con dulzura pero con cara de preocupación.
Detrás de ella, las tres mujeres de antes me miraban con dureza. Desvié la mirada y vi a Lady Anna en la puerta, escrutándome y a la espera del desarrollo de la situación. Si ella protegía a esas mujeres, tendría que hacer todo lo que me dijeran. Seguramente eran hijas de lores y condes que querían un hijo de sangre noble, un nieto del conde que, aunque bastardo, les haría la vida más fácil.
—Lord Claud se ha dormido mientras follábamos por tu incompetencia —me recriminó la cabecilla de las Colectoras, y a mí se me trabó la palabrota en la garganta—. Como castigo, irás a despertarlo, lo vestirás, le darás la cena y limpiarás sus aposentos; apestan.
Y tal y como vinieron, se fueron, y Lady Anna con ellas. Suspiré y miré a mis compañeras, que gustosas me explicaron cuáles eran sus tareas y cómo hacerlas. Ni siquiera Olive se ofreció a ayudarme. Únicamente me explicó su tarea como el resto:
—Fuera tenemos la piara. Debes sangrar un cerdo y después hervir la sangre para dársela a Lord Claud. Gracias.
Y huyó a nuestros cuartos. Así que salí a la piara y vi los cerdos y sus caras de pena. El encargado de cuidarlos me dio el cuchillo para sangrarlos y me dijo que en cuanto acabara le avisara para tirar el cerdo puesto que ni siquiera se iba a aprovechar para la cena. No querían comer de los restos del diabólico lord.
Me metí en la piara y acaricié un cerdo gordito y rosado que parecía asustado, como el resto. No merecían aquella crueldad. Yo no era quién para matar a uno de ellos por una sola copa de sangre. No cabía tanta cantidad en la copa como para tener que matar al animal, así que tuve una idea. Me escondí el cuchillo en las botas y me marché de la piara.
—¿Y el cerdo? —me preguntó el encargado.
—Acabo de recordar que aún tengo sangre en la olla —mentí, puesto que la habían tirado mientras estaba dormida.
A los pocos minutos, me encontraba de nuevo en el pasillo hacia los aposentos de Lord Claud. Como antes, allí no había un alma, así que me quité la bota, saqué el cuchillo y me bajé la media para clavar la hoja en la carne y llenar la copa con la sangre. Dolió. Nunca pensé que me dolería tanto, pero la copa se llenó rápidamente y me vendé la pierna para no sangrar más.
Me puse la bota y, al levantarme, me mareé un poco y sentí náuseas. Aquello no lo había previsto y terminé vomitando por una de las ventanas, rezando para que no hubiera nadie debajo.
Entré en el cuarto y cerré la puerta. Por suerte, la vela aún titilaba tenuemente sobre la cómoda y podía ver dónde pisaba. En efecto, Lord Claud estaba dormido y, seguramente, congelado, puesto que allí dentro hacía mucho frío. Así que me remangué y saqué el polvo y la ceniza de la chimenea. Puse unos troncos y los encendí para después poner una pantalla oscura delante, de forma que su luz no molestaría al lord cuando este estuviera despierto.
Fregué el suelo y lancé el agua sucia por el desagüe bajo el trono. Me subí a una banqueta y quité las telarañas del techo y la lámpara, reparando en el complejo mecanismo que atravesaba el techo. Las cadenas que sujetaban al lord no eran simples grilletes, sino que estaban preparadas para que pudiera moverse por el cuarto para dormir y asearse. Y aun así nadie se encargaba de ello.
Sin embargo, no le di muchas vueltas y seguí limpiando hasta sudar a chorros. No debería haber encendido la chimenea. Pero no dejaba de pensar en lo terrible que debía ser despertar a Lord Claud y me puse a limpiar las cadenas aun siendo tarea imposible, alargando lo inevitable.
Finalmente, después de haberle sacado brillo al óxido, me acerqué al trono con la copa de sangre, que había mantenido caliente al dejarla al lado del fuego. Me senté en el regazo de mi lord y mantuve la copa firme frente a sus labios, entreabiertos y casi babeantes. Tenía la cabeza descolgada hacia un lado de una forma que parecía incómoda, con el cuello doblegado por las cadenas.
—Mi lord, es hora de despertar —lo llamé al oído con suavidad y miedo—. Os he traído la cena…
Mas no se movió, su respiración tranquila me indicaba que dormía en profundidad así que erguí su cabeza y tanteé sus labios con la copa. «A lo mejor si come mientras duerme no tengo que enfadarlo», pensé, más por mí que por él. Parecía tan amable mientras dormía que por un momento llegué a pensar que todo eran artimañas de Lady Anna, que en realidad Lord Claud no era más que un joven torturado que se había vuelto agresivo tras tanto tiempo encerrado. Y sentí mucha pena por él mientras recordaba mi propio sueño. ¿Por qué había soñado aquello, de todas formas? ¿Habían sido los poderes del lord los que habían hecho que tuviera aquella pesadilla? ¿Era cierto que tenía esos poderes?
Entonces, mientras estaba ensimismada en mis pensamientos, Lord Claud comenzó a beber de la copa. Estaba bebiendo mi sangre y me asusté por su mirada, que en realidad no tenía. Increíblemente, aún dormía, pero bebía con ansia y goteando sobre su torso, de nuevo. Su cola golpeó mi pierna y me encogí, frunciendo los labios para no gritar. Y recordé que me había dicho que me violaría si fruncía los labios, así que me mordí la lengua con un gritito de rata.
Realmente se alimentaba de sangre, mi sangre, mas no sentí asco aquella segunda vez. El pulso se me aceleró mientras pensaba en el dolor de llenar la copa, los mareos y los vómitos. «Ojalá no tenga que darle de comer nunca más», pensaba, centrándome en no abofetear esa cola curiosa y metomentodo suya, que ya me había levantado la falda hasta el ombligo.
De repente, en cuanto terminó de beber mi sangre, las cadenas chirriaron y vi que estaba haciendo fuerza con los brazos hacia adentro, como queriendo agarrarme. Las venas del cuello se le hincharon y el grillete cedió ante su fuerza. Todas las cadenas se rompieron antes de que pudiera bajarme del trono y caí al suelo al tiempo que él se levantaba. Abrió los ojos y los vi negros e inyectados en sangre, como si estuviera poseído por un demonio.
Retrocedí por el suelo, incapaz de gritar o levantarme mientras Lord Claud avanzaba hacia mí. Su miembro, duro como nunca hasta el momento, me señalaba con firmeza y sus labios se entreabrieron para mostrar una sonrisa de pura maldad.
—No… —quise gritar, pero mi voz no quería salir—. Por favor, mi lord…
En ese momento me agarró de la pierna herida y arrancó la bota con los dientes. Rompió la media y las vendas y lamió con fuerza el profundo corte hasta que volvió a sangrar. Grité de dolor y lo pateé, pero me agarró el otro tobillo y me abrió de piernas mientras se arrodillaba entre ellas. Tiró de mis tobillos hasta que estuve debajo de él. Casi sin darme cuenta, estaba gritando y llorando mientras recordaba el dolor de mis pesadillas aquel mismo día. Mis manos lo apartaban en vano y únicamente podía quedarme medio paralizada del terror que me infundaban sus ojos. Me agarró las muñecas y se estiró sobre mí, apresándome con su cuerpo. Noté su cola sobre mis pololos y me cerré de piernas. Estaba sangrando, llorando y temblando bajo el cuerpo decrépito pero fuerte de Lord Claud, pero aun así no podía gritar lo suficiente como para que alguien viniera a ayudarme.
—Por favor, mi lord —supliqué clemencia, pero me respondió un gruñido gutural y funesto que hizo caer gotas de sangre sobre mis mejillas.
Lord Claud llevó mis manos a su espalda y las dejó ahí antes de meter las suyas debajo de mi cuerpo y estrujarme con fuerza. Hundió la cabeza en mi cuello y mis costillas crujieron frente a su fuerza. Su corazón latía tan fuerte que hacía latir el mío en respuesta. Mi corazón no latía por tener un hombre encima, o porque su cola estuviera rozando mis partes íntimas. Jadeaba porque no podía respirar bien bajo su peso y no por notar sus labios en mi cuello, suaves y ardientes.
—Abrázame, por favor —dijo una voz dormida, escondida y tímida, antes de que mi lord perdiera completamente el conocimiento y quedara a peso muerto sobre mí.
Completamente anonadada, me quedé en el suelo mientras la bestia dormía, casi roncando, sobre mí. «¿Que lo abrace?», me quedé pensando. ¿Eso era lo que quería y por eso se había soltado?
Los troncos crepitaron en la chimenea y respiré con dificultad. Pesaba mucho, pero no lo suficiente como para no poder levantarme así que salí de debajo de él, le di la vuelta y lo arrastré hasta la cama, donde lo tumbé y limpié la sangre de su torso. De paso, limpié las marcas de óxido de todo su cuerpo y lo tapé con las sábanas, incapaz de vestirlo en aquel momento. El diabólico lord, la bestia, el demonio,… se había levantado de su trono para pedirme que lo abrazara, aun inconscientemente. Y aquello me recordó el momento en el que, aun con fiebre, mi hermano René había venido hasta mi cama en busca de amor y consuelo, puesto que era como una madre para él, la madre que nunca habíamos tenido.
De la misma forma, Lord Claud había venido a mí en vez de ir a buscar a su madre, la cual lo mantenía atado y usaba como un negocio para crear nietos bastardos del Conde, aunque aún no había habido ninguno. A lo mejor era un monstruo, igual que los cerdos eran animales, pero no por ello merecía ser apresado.
Tragué saliva y me senté en la cama al lado de Lord Claud, que parecía dormido en todas y cada una de sus partes puesto que no había un bulto extraño buscándome bajo las sábanas. Las manos me temblaban pero me abracé al cuerpo pesado del lord y me quedé allí hasta que me quedé también dormida, como atrapada por un embrujo. Envuelta por el aroma a jabón, a persona, y la calidez de su corazón desbocado.