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Lorena S. Gimeno

KARADA

Quiero celebrar el Día Mundial del BDSM con un relato erótico que lleva tiempo en mi mente. La mía y la de otros dos compañeros míos. En un principio, KARADA es una historia creada junto con Luis Anlo y Jonathan Naharro para un cortometraje. Tenemos guion artístico y técnico, materiales… Pero nos faltan localización de actores así que mientras tanto quiero compartir mediante un relato mi versión de la historia. Un poco diferente a la original, pero siempre nuestra.

¡Por cierto! He escrito un artículo para este día en erotic.cat como parte del equipo de Sexualizados. ¿Por qué no le echáis un ojo?

©LorenaS.Gimeno
Diseño de portada y corrección: Lorena S. Gimeno
Tipo: relato erótico 
Escrito en: julio de 2018


El sonido del asfalto mojado bajo las ruedas de un sedán puso en tensión a Beta, que acabó de colocar la manta de fibra en el maletero abierto de par en par. Alfa lo miró de reojo mientras contaba los billetes y volvía a guardar la cartera de piel roja en el bolso a juego.

Hacía frío, el suficiente como para que ella llevara un anorak y una buena bufanda de lana. Le costaba contar el dinero con los guantes pero no quería que se le adormecieran los dedos. Beta, sin embargo, iba con una simple cazadora y soltaba un vaho espeso por la boca.

—Cálmate, hombre —se rio la mujer mientras tiraba el bolso dentro del maletero y él lo tapaba también con la manta.

—¿A ti te da igual que nos pillen? —se quejó Beta, que comprobó por decimocuarta vez que no se viera lo que había realmente en el maletero. Ella le puso a mano en el hombro y lo hizo retroceder.

—Aquí no está pasando nada que le importe a nadie lo más mínimo. Sube al coche —mandó. Él miró el fajo de billetes en la mano de Alfa y ella sonrió—. Luego te doy tu parte. Te toca conducir.

Dicho esto, ella se apalancó en el asiento del copiloto y recontó los billetes. Él la siguió y arrancó el monovolumen sin dejar de mirar por el retrovisor antes de colocarlo bien.

—Estará bien —le restó importancia Alfa. Pero por si acaso, encendió la calefacción y se sacó la bufanda—. Vamos a casa, anda.

El motor ronroneó y el suelo del coche empezó a vibrar. El bulto del maletero reaccionó con un quejido y Alfa se rio; a Beta no le hizo tanta gracia.

Oscuridad, ruido, puertas cerrándose, suelo en movimiento… Helena se apretujó aún más en su posición fetal bajo la manta de fibra. Tenía los ojos vendados y la mordaza le molestaba. Sentía la baba salir de los agujeros de la bola y correrle por la mejilla hasta el suelo del monovolumen. También le habían atado los pies y las manos juntos como si fuera un cochinillo, y sentía entumecimiento en las muñecas. El miedo y la adrenalina la hacían temblar; pero a la vez el sudor se le revolvía por dentro de la camisa, el traje y la chaqueta de borrego.

De repente, sintió que la puerta del maletero se abría y el instinto la hizo retroceder. Alguien la destapó. Oía cómo hablaban entre ellos pero no se sentía capaz de entender lo que decían. Unas manos grandes y fuertes la arrastraron de los nudos hasta casi caer del monovolumen, pero Beta la cogió de la cintura y, tras separar manos y pies, se la colgó al hombro como si fuera un saco de patatas.

Helena soltó un grito y babeó en el suelo del garaje. Alfa recogió el bolso y los zapatos e indicó a Beta que llevara a la mujer a la habitación.

Se sintió volar, pero los pies y las manos le balanceaban y pesaban. Apretó la bola de la mordaza con los dientes e intentó tragar saliva, pero no pudo. Sintió cómo el hombre, Beta, la llevaba por unas escaleras hasta una planta superior y de ahí un trecho más hasta cerrar una puerta tras de sí y tirarla al suelo.

Sorprendentemente, no chocó contra la dureza propia de un suelo normal, sino que rebotó ligeramente antes de aplastar la cara contra la suavidad del terciopelo.

Beta se la miró; indefensa sobre un suelo rebozado por colchonetas cubiertas de terciopelo. Alfa estaba cambiándose así que tendría que empezar él. Se quitó la chaqueta, el jersey y los zapatos y calcetines para quedarse en camiseta interior y tejanos. Metió la ropa en el armario y ajustó el termostato. Se lavó las manos en la pequeña pica que tenían preparada y se acercó a la mujer, que se removía en el suelo por la incómoda postura.

Tiró de sus pies y ella gimió del susto. Desató las cuerdas y tiró de los pantalones del traje y las medias. Después la cogió de la cintura y la deslizó hacia él. Le quitó las ataduras de las manos también, así como el abrigo, la chaqueta y la camisa.

Helena hizo ademán de levantarse, pero él aplastó la mano contra su pecho para mantenerla tumbada. La examinó: se había quedado en picardía y tanga negros. Sin pensárselo dos veces, Beta tiró del tanga y lo tiró con la otra ropa.

Se apartó de ella para doblarlo todo y dejarlo dentro del armario. Sacó de la cajonera cercana la primera cuerda gruesa de algodón rojo y volvió junto a la mujer, que intentaba secarse las babas con las manos. Parecía costarle respirar.

Beta suspiró, tiró la cuerda enrollada a un lado y la cogió de los hombros hasta colocarla en el centro del cuarto. La puso de rodillas y tiró de su nuca hacia delante para que pegara la barbilla al pecho. La cogió de las muñecas y las colocó juntas en la base de la espalda. Alcanzó la cuerda, doblada a la mitad, y con toda la calma del mundo envolvió las muñecas, rodeó la cuerda por el medio y realizó una atadura en dos columnas. «Un poco por encima de las muñecas, bajo los codos, sobre los codos y arriba», recordó mentalmente mientras rodeaba los bracitos de la mujer con la cuerda doble y aseguraba los nudos. Sin torceduras, firme, segura… Tiró del cabo que le quedaba hasta juntarlo con el que tenían preparado en el techo con una polea.

Beta aseguró el nudo y se acercó a la pared, donde la cuerda que pasaba por la polea estaba atada a un cáncamo. Apretó también este segundo nudo y vio cómo la mujer intentaba ponerse de pie y sus gemidos se convertían en quejidos. La baba empezaba a correrle por el cuello hasta el esternón y el nudo de la venda de los ojos empezaba a flojear.

Sin embargo, Beta se lo tomó con calma y sacó de un cajón cercano un reproductor de música y unos auriculares inalámbricos. Robustos, negros y grandes como dos ensaimadas. Escogió una canción al azar dentro de la playlist metalera y subió el volumen hasta volverse ofensivo. Dejó el reproductor sobre la cajonera y se llevó los auriculares hasta Helena, que parecía buscar la forma de desatarse.

—Shhh… —mandó él mientras tiraba de las cuerdas para sentarla en el suelo. Le colocó los auriculares con dificultad y la agarró de la mandíbula. Apretó los dedos sobre el hueso lo suficiente como para arrancarle un quejido—. Mejor. Mejor.

Se levantó de nuevo y sacó otro cabo de cuerda, un poco más largo. Lo dejó en el sofá y se sentó a esperar y observar. Porque le gustaba observar a la mujer. Ver cómo le molestaba la música, cómo quería tragar saliva una y otra vez, la forma en la que removía los brazos o buscaba una forma de sentarse y esconder su semidesnudez. Era vulnerable pero a la vez orgullosa… «O quizá la haga llorar», pensó.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto y entró Alfa. Cerró tras de sí y observó a Helena, la cuerda y a Beta. Sonrió de esa forma que siempre lo calmaba y se arrodilló frente a la mujer, que se sobresaltó y retrocedió.

Beta observó la belleza de Alfa en su plenitud. El invierno la proveía de capas y  capas de ropa dentro y fuera de casa pero allí, en su cuarto privado, era diferente. Fuera cual fuera la época del año vestía su arnés de cuero vegano sobre su piel salvaje. Siempre se recogía el pelo en dos adorables trenzas de raíz y se quitaba todo tipo de maquillajes y perfumes. Allí era ella. Solo ella.

Y eso nunca fallaba con él. Siempre lo ponía duro como una roca. Por muy predecible que fuera su estética, siempre conseguía hacerlo hervir por dentro con solo una mirada… Una mirada que anhelaba constantemente.

Alfa sintió los ojos de Beta clavados en su espalda y se sonrió. Empujó a Helena al suelo y se puso a horcajadas sobre ella para lamer el reguero de saliva que ya le llegaba a las costillas inferiores. Desde el esternón a la comisura de los labios, Alfa saboreó los temblores de la mujer mientras sentía la excitación que Beta desprendía. Le encantaba hacerlo sufrir de aquella forma, evitar mirarlo todo lo posible. Porque aquella era la mejor forma de sacar el máximo partido de su yo más salvaje.

Así que levantó una mano hacia su espalda sin mirar siquiera al hombre. Una señal clara para que él se levantara y le pusiera en la mano el cabo de cuerda ya preparado. Después lo sintió volver al sofá a esperar, como le tocaba, y sonrió.

Le encantaba ver a la mujer en el suelo, con los ojos tapados y sufriendo aquella música a un volumen insoportable. La tenía debajo de sí y se imaginaba lo que podría estar pensando. ¿Sería capaz de imaginar que encima de ella había una mujer prácticamente desnuda a punto de atarla?

Aquello la excitó. Sus labios inferiores se relamieron en respuesta. Y casi pudo saborear el gruñido que Beta profirió al respecto. «Es el momento», se dijo ella, y se sentó sobre sus piernas para mirarlo de soslayo. Una mirada que se le clavó directa en la entrepierna, justo debajo de la cremallera. Y le provocó el impulso de apoderarse de ella allí mismo.

Sin embargo, Beta respiró hondo y desvió la mirada. Provocó una sonrisa de suficiencia en Alfa antes de darle la espalda de nuevo y dejar la cuerda en el suelo. Levantó de nuevo a Helena y tiró los auriculares a un lado a la vez que le quitaba la venda de los ojos.

La mujer profirió un gemido y quiso apartarse de ella. Miedo, expectación, vergüenza… Cientos de emociones que se mezclaban en sus ojos y le corroían las entrañas.

No obstante, la agarró de un tobillo y la detuvo. La miró con sus ojos afilados y la clavó en el sitio.

—Siéntate como yo. Estate quieta —mandó, pero la mujer no se movió. Así que tiró del cuello del picardía para obligarla—. Aquí. Quieta. Y como te muevas…

No necesitó nada más. Helena cerró los ojos y asintió. La bola de goma que tenía por mordaza expulsó un montón de saliva sobre su cuerpo al bajar la cabeza.

Entonces Alfa estiró la cuerda por encima de sus piernas. La examinó con cuidado bajo la atenta mirada de sus espectadores. Cogió el centro de la cuerda, ya doblada por la mitad, y la abrió para pasar ambos cabos por el cuello de Helena. Por puro instinto, ella intentó tragar saliva pero no fue capaz; solo pudo observar cómo la mujer pasaba los brazos por encima de sus hombros y, con los pechos desnudos en su cara, hizo un nudo en la cuerda.

Alfa volvió a sentarse sobre sus rodillas y deslizó los cabos sobre los hombros de Helena. Tiró de ellos con suavidad hasta colocar el nudo en la nuca de la mujer. Calculó mentalmente y juntó los dos extremos para hacer un nudo junto debajo de las clavículas.

Con la cuerda esparcida por encima de sus muslos, Helena vio cómo la mujer hacía nudos sin sentido sobre la cuerda. Siete en total, perfectamente hechos y con la misma separación entre ellos.

En cuanto terminó el último de los siete. Beta se levantó del sofá como un resorte y Helena se sobresaltó. Pero el hombre la pasó de largo y se acercó al cáncamo donde colgaba la cuerda.

Antes de que Helena pudiera reaccionar, él ya estaba tirando de ella. Ahogó un grito y se levantó como pudo mientras Alfa la agarraba de los hombros para ayudarla a mantener la postura. Helena la miró, y la sonrisa que tenía en los labios la estremeció por dentro.

Entre ellas colgaba la cuerda llena de nudos. Las manos de Alfa eran cálidas en sus hombros y empezaron a bajar por sus brazos y sus costillas. Hasta colocarse entre sus piernas y obligarla a dejar hueco entre ellas.

No pudo evitar mirar las manos de ellas, y la tercera que pasó entre sus piernas para agarrar la cuerda y pasarla hacia atrás, clavando un nudo justo en su clítoris y arrancándole un quejido. Sintió el calor que desprendía el cuerpo de Beta y cómo ambos la arrinconaban hasta mantenerse a escasos centímetros de ella.

Su cabeza estaba nublándose y pronto empezó a comprender lo que estaba ocurriendo.

Beta tiró de la cuerda anudada hasta pasarla por el lazo que colgaba del cuello de Helena. Entonces dividió los cabos y los pasó por cada lado del cuerpo de la mujer para ofrecérselos a Alfa. La mujer del arnés sonrió al hombre y tiró de las cuerdas hasta tensar el lazo y crear un rombo entre los omoplatos de Helena.

Apretó la mordaza y cerró los ojos. Pero antes de que se diera cuenta Alfa ya había pasado los cabos por las cuerdas entre los nudos de las clavículas y los pechos para tirar de los cabos y hacer otro rombo en su esternón. Helena notó la opresión y la tirantez del algodón trenzado a través de la fina tela del picardías.

Y en ese momento de vulnerabilidad Beta hizo otro rombo en su espalda para pasar de nuevo los cabos a Alfa. Esta pasó los cabos bajo sus pechos y tiró para hacerle un rombo en el diafragma y oprimirle los senos.

Tira y tira. Sin descanso. La envolvían como un redondo de ternera listo para el horno. Dibujando rombos con las cuerdas sobre su piel. La baba se le escurría por el esternón y hacia abajo.

Entonces Alfa pasó los cabos por debajo del nudo del ombligo. El siguiente, el de debajo, era el que apretaba su clítoris… ¿Qué pasaría si le hacía otro rombo ahí?

Antes de que se diera cuenta, mientras negaba con la cabeza enérgicamente, Alfa tiró de los cabos y se los pasó a Beta, que hizo su último rombo sobre su culo. Tiró, y el grito resonó en la mordaza y en su garganta.

Sintió que las piernas le fallaban y cayó al suelo, temblorosa. Beta ya lo había previsto y había soltado cuerda para que no quedara suspendida.

Espasmódica, Helena sintió que se le humedecían los ojos. Pero Alfa ya estaba recolocándola de nuevo. Juntó sus piernas a los muslos mientras Beta separaba los cabos sobrantes y enrollaba con pericia la pierna doblada.

En cuanto Helena supo lo que estaba ocurriendo, ya no tuvo oportunidad de moverse u oponer resistencia. Tenía ambas piernas envueltas en cuerda roja hasta el punto de enrojecer su propia piel.

Sin embargo se crispó cuando metió duramente un dedo bato uno de los tramos de cuerda para comprobar la tensión. Y Beta apretó un nudo. Sin palabras, sin señales. Cuatro manos metódicas examinaban su obra mientras Helena intentaba recobrar la compostura. Pero sus propios latidos le resonaban en el cerebro y tras las orejas. Unos bajos profundos y rápidos que colmaban su cuerpo. Un latido atronador que le recorría y caldeaba la piel.

«No más, por favor», quiso decir. Pero lo único que hizo fue empujar más baba fuera de la mordaza. Se atragantó ligeramente y empezó a toser.

En el acto, Beta la abrazó por detrás y apretó el diafragma con uno de los nudos. Helena sintió una arcada, y Alfa le arrancó la mordaza en el momento en el que un charco de babas caía al suelo.

No podía ser toda suya. Era imposible. Hasta sus propios jadeos y boca se le hacían extraños. Como si ya no formaran parte de ella, se sentían adormecidos mientras Alfa la levantaba de la barbilla y pasaba el pulgar por el labio inferior.

—¿Algo que decir? —preguntó a la mujer. Miró a Beta y este tiró una vez más de los nudos de los brazos antes de levantarse y sentarse de nuevo en el sofá.

Helena lo siguió con la mirada, atontada. Después observó los ojos afilados de Alfa y sintió que la voz se le clavaba en el pecho.

—¿Nada? —se mofó la otra—. Parecía que querías decir algo pero veo que no.

Dicho esto, hizo ademán de volver a ponerle la mordaza. Pero Helena apartó la cara de tal forma que quedó suspendida del cabo del techo. ¿Cuándo habían tensado tanto la cuerda? Alfa la ayudó a volver a su posición de sentada con las piernas a los lados. El terciopelo se humedecía bajo su entrepierna y apretaba el nudo con el peso de su cuerpo.

—Como quieras. Ya me he cansado de ti —admitió la mujer de arnés antes de levantarse lentamente.

Helena pudo verla detenidamente. Como si se moviera a cámara lenta y llevando sus ojos donde ella quería.

Y entonces pudo oler su humedad. Un olor dulce, salado y embriagador que la hizo tragar saliva y relamerse los labios.

—¿Qué pasa? —Alfa dio un paso hacia ella. Las rodillas de la mujer se clavaron en sus hombros y tuvo que levantar la cabeza para observarla desde un punto de vista completamente cenital.

Podía verla entera, casi goteando sobre su cara y con los pechos en un balanceo suave que parecía retener una excitación desmedida. Tragó saliva de nuevo.

—¿Quieres probar?—«¡Sí!», quiso gritar casi al instante. Pero solo pudo boquear como un pez fuera del agua—. Lo tomaré como un no.

Dicho esto, se dio la vuelta y se subió a horcajadas sobre Beta. De espaldas a Helena, besó apasionadamente a su hombre mientras él mantenía las manos quietecitas en el sofá. Aunque por dentro, justo bajo la piel y arañando sus entrañas, quería agarrarla y moldear sus carnes bajo sus manos. Quería lamer su piel y beber de su humedad embriagadora. Quería mirar eternamente esos ojos que lo veían por dentro y lo atrapaban como la araña a la mosca, como la luz a una polilla.

Alfa puso las manos en las mejillas de Beta y le sujetó la cabeza mientras profundizaba en el beso y sus pezones endurecidos se restregaban contra su pecho. El bulto bajo la cremallera pareció latir; un grito desesperado por salir de su prisión. Y la sonrisa de la mujer se hizo vehemente dentro del beso.

Beta desvió la mirada por encima del hombro de Alfa. La mujer atada se había quedado completamente embobada mirándolos. Y entonces la mujer del arnés lo abofeteó.

—Mírame a mí. —No gritó, pero su pecho se encogió como si lo hubiera hecho. Tranquila, metódica. Beta se agrandó bajo ella en respuesta y Alfa sonrió de nuevo—. Buen chico.

Y mientras asentía complacida se deslizó a los pies de él.  Desabrochó el pantalón tejano y Beta gimió de puro alivio.

—Pobrecito mío… —medio suspiró ella. Apoyó los codos en las rodillas de él y los balanceó para abrir y cerrar sus piernas. Cruzó las manos entre las piernas de él y apoyó la cabeza para observar con comodidad el latido constante de su pene.

Circuncidado y con las venas latiendo bajo la piel enrojecida por la presión. Balanceó un poco más los brazos para ver el movimiento de sus testículos. Después lo miró a los ojos de Beta, que parecía tener muchísimas ganas de una mamada.

—¿Tú qué dices, chica? —preguntó a Helena, que se crispó en el sitio—. ¿Este hombre se merece que se lo chupe? —Se giró sobre su torso y la miró—. ¿Se lo merece o no?

Helena, en respuesta, miró a Beta, que la observaba con la mandíbula tensa. Quería replicar, y parecía dispuesto a matarla si no decía algo pero… ¿qué? ¿Qué se suponía que tenía que decir?

Pero antes de que su mente lo procesara, Alfa ya había tenido otra idea. Sonrió con los ojos afilados de una idea maliciosa y agarró la polla de Beta para tirar de él al suelo.

Por puro instinto y supervivencia, él la siguió y clavó las rodillas en el mullido suelo mientras Alfa gateaba a tres patas hacia Helena y tiraba de Beta.

—¿Por qué no mejor se la chupas tú, chica? Pareces con ganas —soltó la mujer del arnés mientras clavaba el pene de Beta en el charco de babas entre él y Helena.

Por inercia, el hombre apoyó las manos y las rodillas en el suelo mientras Alfa mantenía su pene en la humedad caliente y aterciopelada del forro empapado. Beta levantó la mirada y chocó contra los pechos de Helena, que hizo ademán de retroceder.

—Quietecitos los dos —ordenó Alfa, y Beta soltó un bufido que estremeció los senos de la mujer—. Ahora, Beta, restrégatela su solo contra este asqueroso charco de babas. Cerdita, míralo bien. Observa cómo este hombre sucio se masturba con tus babas.

Alfa se levantó para observar la escena y acercarse a la cajonera donde guardaban los utensilios. Le encantaba actuar y mirar. Pero más oír e imaginar lo que estaba pasando. Los suspiros de Beta se acaloraban y creaban quejidos en la mujer atada. Él seguramente sentía ya que le flaqueaban los brazos mientras la sangre se le acumulaba en el glande, cálido, húmero y suave contra el suelo.

Pero Alfa no se entretuvo mucho más en la sinfonía de ruidos y fluidos. Sacó de un cajón el arnés sin correa que se había comprado  recientemente. Bastante realista y conseguido. Solo con mirarlo y pensar lo que podía hacer con él se le escurría su humedad por las piernas. Casi como un pequeño splash que la había morderse el labio.

Se abrió ligeramente de piernas y se lo introdujo lentamente, disfrutándolo milímetro a milímetro hasta que se acomodó en su interior. Casi como con miedo de que se cayera de lo húmeda que estaba, lo soltó poco a poco para ver que se mantenía en el sitio.

Contempló cómo le quedaba y se corrió ahí mismo. Se tuvo que apoyar en la cajonera mientras le temblaban las piernas del gusto. Había mantenido silencio y miró de reojo a los otros dos, que no se habían enterado de nada. «Mejor, mejor», se dijo. Respiró profundamente y sacó de otro cajón una dosis de lubricante anal.

Sin abrirlo, volvió con Beta y se colocó tras de él. Puso un pie a cada lado de él y se arrodilló para rozar con su pene el culo de él. Ante el contacto, Beta se crispó y la miró.

—¿Te he dicho que pares, Beta? —lo tentó mientras rozaba la punta contra las nalgas, y el otro siguió restregándose contra el suelo sin dejar de observarla—. Eres un mirón de cuidado, ¿eh?

Pero siguió a lo suyo. Abrió el paquete de lubricante y lo derramó entre las nalgas de Beta y el pene de ella. Tiró el envoltorio a un lado y empezó a masturbarse. Buena textura, buen color… Le encantaba.

Y mientras se la meneaba metió la punta entre las nalgas de Beta, que inconscientemente hacía los movimientos más anchos y largos.

Pronto sintió la punta del pene de Alfa en su ano y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Casi se corrió. Pero no quería hacerlo y se detuvo.

—¿Qué pasa? ¿No lo quieres? —lo tentó Alfa mientras se apretaba más contra él. Beta se quedó quieto en el sitio y sintió que empezaba a babear sobre las tetas de la mujer atada. No se había fijado que bajo ella había un charco. Su humedad había esparcido su aroma alrededor y se mezclaba con el de Alfa.

Beta levantó la cara para ver los ojos de Helena, que mantenía los labios medio abiertos y deseosos. A pocos centímetros un beso húmedo los esperaba, pero antes de que se pudiera acercar más Alfa lo abrazó por las caderas y lo obligó a levantarse.

El pene de ella se hundió en él y una sacudida lo hizo gritar y gemir. Se corrió entre la sorpresa y la excitación y salpicó con su semen en estómago y pechos de Helena, que soltó un quejido. Tenía el nudo tan clavado en el clítoris que a duras penas lo sentía. Y al sentir el semen correrle por el abdomen se sintió muy excitada y empezó a restregarse contra el suelo.

—Mira lo que has hecho, Beta —lo amonestó Alfa. Lo agarró del pelo para acomodar la cabeza de él en su hombro mientras con la otra mano lo masturbaba—. Y aún sigues duro, cabroncete…

Beta quería responder, pero Alfa empezó a empujarlo con las caderas y se agarró de las manos de ella para no caerse. Se abrió más y entró más suave. Se puso aún más duro y supo que si la mujer atada seguía mirándolo así se correría otra vez.

—¿Qué pasa, cerdita? ¿Te gusta lo que ves? ¿No te encanta lo sexy que está este sucio hombre penetrado delante de ti?

Esas palabras se clavaron en el vientre de ella, que empezó a moverse más deprisa. Su voz empezó a fluir y gimió mientras mantenía los ojos sobre la mirada llorosa de Beta. Sobre su pene, sobre los afilados ojos de Alfa que mordisqueaba la oreja del hombre.

Metió su lengua en el canal auditivo de él e inundó la cabeza con sus jadeos y suspiros. Una sinfonía tóxica que le nubló la mente.

Beta apretó los dientes y Alfa supo lo que tenía que hacer.

—Córrete.

Un leve susurro que desencadenó un potente y gutural gemido que salió disparado a la cara de Helena. La mujer también gritó y se corrió de tal forma que parecía haberse orinado en el suelo. Alfa sintió los espasmos de su propio orgasmo venir después; en silencio mientras Beta caía al suelo sobre Helena.

***

La oficinista miró de nuevo el reloj, impaciente. Ya había pasado una semana y sentía que todo había sido un sueño, una fantasía, una pesadilla. Una deliciosa tortura.

En cuanto se abrió la puerta de la cafetería entró su mejor amiga, Alfa, Rita. La saludó con la mano y esta tomó asiento mientras hacía señas al camarero para que la atendiera.

—¿Cómo te fue con ese proyecto tan importante? —se interesó por su carrera laboral. Su voz dulce distaba mucho de la fría y autoritaria Alfa ahora.

—Todo cerrado. Y quiero haceros un regalo ya que… ¿Dónde está Víctor?

—Aparcando, como siempre. Todo el día en el coche de acá para allá —le restó importancia ella. Le pidió al camarero un batido de chocolate y una cerveza—. Y de regalos nada. No hace falta más de lo acordado.

—Bueno, ya veremos lo que opina “tu marido” del tema —enfatizó Helena, sonriente—. Me lo contó él, para que lo sepas. —En respuesta, Rita hinchó los carrillos.

—¿Cuándo mi mejor amiga se ha convertido en la mejor amiga de mi pareja?

—¿No es mejor así? —quiso saber Víctor mientras tomaba asiento y besaba en la mejilla a Rita. Ella se ruborizó un poco y una punzada de envidia corroyó a Helena. Le encantaba y torturaba verlos tan enamorados—. ¿Qué me he perdido?

—Mi regalo por la boda —comenzó Helena—. ¡Este verano nos vamos los tres de crucero por el Mediterráneo! Solo necesitáis las tres maletas y dejarme el resto a mí.

El camarero dejó el batido frente a Rita y la cerveza frente a Víctor. Por acto reflejo, ambos se intercambiaron las bebidas y fue Rita la que empezó a hablar:

—¿Tres maletas?

—Vosotros dos y la habitación —casi susurró lo último Helena, repentinamente avergonzada. Se sentía más egoísta que generosa al insinuarles pasar un crucero de quince días con cuerdas y juguetes en una habitación los tres pero…

—¿Dónde hay que firmar? —intervino Víctor, bebiendo de su batido de chocolate con felicidad.

Rita observó al que pronto sería oficialmente su marido, luego a su mejor amiga. Se relamió los labios y cruzó las piernas para calmar su excitación. Su mirada se volvió afilada y penetrante:

—Claro… ¿Dónde hay que firmar?