Sinopsis de Las Dos Coronas de Magnazura:
Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.
Sin embargo, las aspiraciones del quinto príncipe rugomontés, Sildo el Viajero, lo llevarán a pedir la mano de Loyala la Sanguinaria, la hermana gemela del rey de Verdamaro, para evitar la destrucción mutua de los reinos e intentar llegar a la tan ansiada paz.
#1 La batalla por La Frontera
El humo de las pilas de cadáveres ardientes encapotaba el cielo de La Frontera. Los primeros rayos del crepúsculo asomaban por entre los soldados, enzarzados en una batalla a muerte, en una batalla por la supervivencia hasta el día siguiente.
Entre ellos destacó el brillo de una armadura rugamontesa. Buena manufactura, robusta y noble; la espada pesada como un yunque y el escudo adornado con el blasón de la casa real. «Esa», pensó Loyala mientras danzaba entre las estocadas de sus rivales. «Esa será mi presa hoy».
Matar un miembro de la casa real equivalía a tres centurias de soldados rasos. «Sin legado no hay reino», recordó las palabras de su rey. Y lo cierto es que Rugamonte había cometido un error al poner a todos sus príncipes a la cabeza de sus ejércitos. Porque, por muy bien entrenados que estuvieran, ella también estaba en el campo de batalla; y no por nada la llamaban la Sanguinaria.
Chocó su espada contra un mandoble directo a su cabeza, se adecuó a su trayectoria, y aprovechó la fuerza del golpe para deslizar su filo contra la hoja de su espada y patear al soldado rugamontés lejos de ella. Se deslizó entre dos, tres piquetes enemigos más hasta que se quedó a cuatro pasos del caballero brillante, muy cerca del precipicio que delimitaba el campo de batalla. Ahora, tan cerca, pudo vislumbrar con claridad el detalle del escudo: quinto heredero.
Loyala suspiró para sus adentros. Aunque matara a este, Rugamonte aún tendría cuatro herederos más por delante, y a saber cuántos por detrás. Los rugamonteses eran conocidos por sus bastas proles. «Como conejos», escupió tras su casco la Sanguinaria, y en ese momento el quinto príncipe se fijó en ella.
Por fuera, Loyala era como cualquier otro soldado: espada y escudo, armadura sencilla pero suficiente. Los veramaros no tenían ni los recursos ni la pericia suficientes como para tener armaduras tan perfectas como las de los rugamonteses; pero sabían perfectamente cómo atravesarlas.
Medio paso atrás y Loyala ya tenía la fuerza de empuje necesaria para atravesar la piel que juntaba la armadura del hombro con el pecho. Si penetraba lo suficiente, podía incluso llegar al corazón del príncipe.
Sin embargo, su enemigo le vio las intenciones e interpuso su enorme escudo entre medio. Así que la Sanguinaria detuvo el enviste para no dañar su espada y se agachó para ir a por otra articulación: tras las rodillas, las ingles, el cuello, las muñecas… Solo necesitaba ser más impredecible y esquivar los bastos golpes del fornido caballero.
Mas Loyala no era conocida por su paciencia. Quizá en ocasiones justas pudiera contener la lengua o la espada; pero aquella no era una de las veces.
Ansiosa, Loyala gritó con fuerza y rabia para sorprender al príncipe y lo envistió con todo su cuerpo para hacerlo caer. Las armaduras rugamontesas eran buenas, sí, pero pesadas y un lastre si caías al suelo. Así que la princesa se levantó rápidamente y colocó ambos pies: uno entre las piernas del príncipe, el otro sobre su pecho. Jadeó —no recordaba que estuviera tan cansada— y soltó su escudo para levantar el casco del rugamontés y así no errar en el corte.
«Cara a cara», se dijo la Sanguinaria mientras observaba con fijeza los ojos el príncipe a punto de morir. Levantó la espada por encima de su cabeza y se percató de que se había formado un círculo de veramaros y rugamonteses en derredor. Por suerte para ella, las reglas estipuladas para la batalla la beneficiaban: los duelos eran uno contra uno, para evitar muertes deshonrosas.
Sonrió de forma retorcida a la sombra de su propio casco, un poco decepcionada ante la rendición del príncipe. Sin embargo, en cuanto bajó su filo un sonido demasiado familiar resonó en todo el campo de batalla: la campana. Marcaba el fin del día, el fin de la guerra por hoy.
Y la rabia del momento hizo que Loyala tirara la espada contra el suelo entre gritos furiosos. Tiró de su casco y maldijo mientras también lo lanzaba. Había perdido una presa importante, su orgullo había sido manchado por aquel principito. Porque ella sabía que él sabía cuándo iba a sonar la campana; por eso se había rendido.
Lo miró con furia, pero los ojos de él le devolvieron sorpresa. Y así se quedaron mientras los soldados a su alrededor volvían a sus respectivos campamentos. Loyala oyó decir a un soldado cercano que llevaría sus cosas a su tienda, pero ni lo miró. Estaba demasiado furiosa con el príncipe; y quería calmarse para no hacer ninguna estupidez.
Pronto, el rumor de la batalla se convertiría en silencio y ella podría respirar profundamente y volver a ser “princesa”. Sin embargo, este no vino; y cuando Loyala miró al cielo se encontró con unos nubarrones amenazando tormenta. En tres años de guerra había llovido cuatro o cinco veces; así que lo agradecía.
El príncipe rugamontés se levantó del suelo con dificultad, notablemente cansado. «Por los pelos», se dijo, y miró al cielo con sospecha. Las nubes negras eran cada vez más oscuras, como un mal augurio.
Tarde. Demasiado tarde, cayó en la cuenta el príncipe. Un rayo partió los cielos y cayó sobre el que había sido el escudo de la princesa, que se había agachado a recogerlo. El quinto se lanzó a ayudarla, mas poco pudo hacer pues sintió que la tierra se movía bajo sus pies.
El suelo se agrietó y apareció un agujero en la tierra, separándolos del resto del campo de batalla; encerrados en una plataforma que se precipitaba hacía el vacío sin remedio.
Poco tiempo tuvieron para escuchar a sus súbditos gritar sus nombre, correr a socorrerlos. Loyala ya no sentía los pies en el suelo y la congoja le subió por el estómago hasta la garganta; el quinto príncipe a duras penas había conseguido colocarse de nuevo el casco, seguro de que le permitiría sobrevivir a la caída.
«Pero la armadura de la princesa no aguantará», supo, y la agarró del brazo. La mujer intentó zafarse de él pero tenía más fuerza que ella y pudo lanzarla al vacío, más allá del barranco y las piedras. Hacia el bosque bajo el altiplano.