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Lorena S. Gimeno

Las Dos Coronas de Magnazura #6 La noche más clara

Anteriormente en Las Dos Coronas de Magnazura:

Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.

Tres semanas después de desaparecer del campo de batalla y de que se les diera por muertos, Sildo y Loyala siguen su camino por el bosque de La Frontera buscando el camino real, y volver a casa.

#6 La noche más clara

Tres largas septenas de armisticio. Veintiún días después de dar por muertos a Sildo y Loyala dos figuras emergieron del bosque hacia el camino real. Y se encontraron frente a una pequeña población erigida en La Frontera.

—¿Una vila? ¿Aquí? —se sorprendió la princesa mientras se restregaba los brazos por el frío. Iban a hacer hoguera para pasar la noche pero habían visto el humo de las chimeneas del poblado. Sin embargo, estaban calados.

—Yo ya no me sorprendo de nada —admitió el quinto príncipe, encogido como nunca, mientras cruzaba el camino y se acercaba a la casa con el cartel de “posada”.

Se miraron unos instantes. Lo suficiente para decirse con la mirada lo que no hacían con palabras. Así que asintieron y entraron en el lugar.

Dentro, menos de una docena de personas trabajaban, bebían o comían. El calor de la hoguera arrancó un escalofrío a los supervivientes, que se sentaron en la mesa más cercana a la espera de ser recibidos.

—Buenas noches, viajeros —los saludó una joven con un trapo colgado del cinto—. ¿Qué necesitan?

Ante la pregunta, Sildo miró a Loyala y esta cayó en la cuenta de las pintas que llevaban. Ambos en ropa interior, sucios, sin posesiones. Así que el príncipe pidió a la mesera que se acercara y le hablo al oído.

La joven asintió, miró de reojo a la princesa y le dijo algo al príncipe. Seguidamente, se marchó a hablar con otra mesera más.

—Subamos a las habitaciones —sonrió Sildo.

A Loyala le extrañó pero no lo contrarió. Se levantaron y subieron tranquilamente las escaleras que llevaban a la planta superior. Allí, otra mesera de ropa igual a las demás cogió del brazo a la princesa y la guio a la bañera, que estaba preparada en la habitación contigua.

Entonces, Sildo entró en la habitación que le habían indicado y se quedó, por primera vez en mucho tiempo, a solas. El silencio de repente se convirtió en incomodidad así que se entretuvo en encender el fuego y lavarse con el barreño de agua caliente que le habían dejado allí.

Habían tenido suerte de que en aquella posada siempre tenían agua caliente preparada para los viajeros.

***

Aseados, calientes y con una muda de ropa limpia… El estómago de ambos rugió casi al unísono, cada uno sentado en una punta de la habitación. Para cenar la mesera había dicho que llevaría la comida a la habitación de Sildo, así que Loyala estaba sentada junto a la ventana secándose la larga melena.

—Había olvidado lo mucho que necesitaba el agua caliente —admitió Loyala, y Sildo asintió.

—Y la ropa. —El comentario arrancó una media risa de la princesa.

—Y la ropa, por supuesto. ¿Qué comerán en esta región?

—Hay rugamonteses y veramaros en la vila así que… Supongo que lo que se cultive aquí.

—¿Cultivar? ¿Vila? ¿La Frontera? —se preguntaba Loyala mientras se peinaba la melena con los dedos—. Hay demasiadas cosas de las que somos ignorantes los que deberíamos velar por nuestros pueblos.

—Lo solucionaremos. Ya verás.

Sin embargo, ella no respondió. Alguien picó a la puerta y seguidamente entró una mesera con una bandeja llena de comida. Repartió los platos sobre la pequeña mesa de la habitación y salió de nuevo al pasillo para entrar un par de vasos de cuero y una damajuana repleta de vino espeso que les hizo la boca agua.

La mesera se despidió con una reverencia y desapareció, momento en el que la princesa se sentó junto a la mesa y echó un vistazo a los manjares.

—¿Cómo has pagado esto?

—Les he entregado como fianza un anillo de oro que guardo siempre conmigo —explicó Sildo mientras servía vino en los vasos—. Pero les pagaré como es debido cuando vuelva al castillo.

—Pagaré mi parte también —afirmó ella mientras cataba el vino, le daba su visto bueno y comía un par de uvas de un plato cercano. Estofado, pan, fruta, queso… a cena tenía componentes de ambos países sin decantarse por ninguno.

—No es necesario. Insisto —cortó él al ver que ella iba a rechistar—. Tómalo como un regalo por nuestra última noche juntos. Mañana cada uno partirá a su reino y seguramente no volveremos a vernos —explicó él mientras levantaba el vaso—. Y quiero agradecerte porque sin ti seguramente hubiera muerto por el camino.

—Por las alianzas, entonces —brindó ella. Vaciaron los vasos y siguieron comiendo.

***

La mesera volvió a entrar, esta vez acompañada por otra, para recoger los platos y dejar un pequeño postre en la mesa. La damajuana, del tamaño de un lechón que se está haciendo cerdo, estaba medio vacía.

Los príncipes habían comido y bebido, habían hablado de cosas de las que no habían hablado hasta entonces. Vida en palacio, cultura, costumbres… Descubrieron que ambos, antes de la guerra, se habían dedicado a viajar por los países cercanos en busca de acuerdos comerciales y conocimientos. Ambos habían sido viajeros antes, mas solo uno mantenía el nombre.

—Por fin el postre —sonrió de oreja a oreja el quinto príncipe—. Probé este pan dulce ahogado en hidromiel cuando estuve en las islas del sur. Espero que te guste.

Sin embargo, Loyala no respondió. Se quedó callada mientras miraba el bollo cortado por la mitad que parecía latir de lo mojado que estaba en el licor.

Una lágrima se le resbaló por la mejilla, y Sildo se quedó de piedra. En tres septenas no había visto a la mujer llorar, ni decaer; aunque más de una vez él mismo había estado a punto por pura frustración.

—Si no te gusta… —atinó a decir, un poco extrañado. No había visto tampoco llorar a nadie por un postre.

—No es eso. No te preocupes —negó ella mientras se enjugaba las lágrimas y probaba un bocado. Lo paladeó y masticó como si fuera un manjar divino—. Es solo que… ¿quieres que te lo cuente?

—Claro, ¿por qué no? La noche es larga y tengo curiosidad. ¿Qué tipo de postre puede hacer llorar a la Sanguinaria?

Loyala rió ante la pregunta. Miró por la ventana a la oscura noche de oscuras estrellas. Sin embargo, para ella nunca había estado nada tan claro.

—¿Conoces los votos de matrimonio? —comenzó la princesa, y él asintió.

—Son como las questes rugamontesas, ¿no?

—Parecidas, sí. Prácticamente lo mismo. Hace ya ocho años, cuando cumplí trece, no quería casarme porque pensaba que iba a ser reina. Ya tendría tiempo para matrimonios después.

—¿Reina?

—Sí, claro. Sago, el rey actual, es mi hermano menor. Por derecho yo debería ser reina pero mi padre, el rey anterior, decidió dejar a Sago al cargo del reino. Poco antes de morir me dijo: “No puedo dejar el reino en manos de una beligerante”. —Tomó otro bocado y pareció calmarse—. Me dolió, pero lo acepté…

»Como iba diciendo, el voto de matrimonio. Prometí que me casaría con el hombre que me ofreciera mi postre favorito: este. Y para evitar dar pistas a mis pretendientes he estado ocho años enteros sin comerlo.

—¿Has llorado por nostalgia?

—Exactamente —sonrió ella de medio lado, y se mantuvo en silencio mientras se terminaba su postre favorito.

Sin embargo, Sildo se quedó pensativo. Miró hacia la ventana mientras su mente trabajaba como hacía tiempo, como antaño. Maquinaciones, trucos, tretas… Todo lo que solía hacer antes de la guerra para asegurarse un futuro en la corte. Y ahora podía aspirar a más.

—Loyala…

—¿Sí?

—¿Tengo derecho a pedir tu mano?

La princesa se quedó extrañada un momento. Pensó, meditó, casi como si supiera lo que él estaba tramando.

—Según la ley veramara, sí. No se estipula que los pretendientes deban ser veramaros.

—Entonces…

—Entonces no.

—¿Vas a negarte? —se extrañó él—. Creía que querías terminar con la guerra.

—Sí pero… ¿No lo sabes? —comprendió entonces ella.

—No sé, ¿qué?

—…

—Dímelo.

—Hace tres años ya, o quizá más. Antes de la guerra fui a Rugamonte y ofrecí romper mis votos con tal de casarme con cualquier príncipe y regentar La Frontera, para que ambos países pudieran acceder a sus recursos.

—¿Mi rey dijo que no?

Loyala permaneció callada. Tres años de guerra, cientos de miles de vidas perdidas cuando Verdamaro había ofrecido una alternativa…

—No puedo creerlo.

—No te pido que me creas.

Dicho esto, la princesa se levantó y se dirigió a su propia habitación.

—Buenas noches, Sildo.

Cerró la puerta y el silencio se cernió sobre él. No terminaba de comprender lo que había sucedido. Sus hermanos y él mismo habían pedido al rey Krono que se buscara otra forma de acceder al agua. Porque no valía la vida de sus hombres. Y su padre les había mentido a la cara. ¿Por qué?

Sildo miró de nuevo por la ventana, hacia la oscura noche de oscuras estrellas, y comprendió la claridad de aquel momento.

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