Anteriormente en Las Dos Coronas de Magnazura:
Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.
El armisticio entre Rugamonte y Verdamaro se ha puesto en marcha al pensar que ambos príncipes han muerto. Sin embargo, ambos viven en lo hondo del desfiladero de La Frontera.
#3 En busca del camino real
Mientras Verdamaro y Rugamonte se mantenían en vilo por la pérdida de sus príncipes, los supervivientes se mantenían junto a la hoguera improvisada de la princesa. Sildo observaba el fuego con atención: jamás había visto una hoguera que aguantara bajo la lluvia. De por sí, la lluvia no le era muy familiar. Loyala, por su parte, se abrazaba el cuerpo y observaba más allá de la pequeña llama que los iluminaba y calentaba.
—Deja de mirarme, mono de cueva —escupió ella, sin hacer siquiera el intento de contener su lengua.
—Creía que a los veramaros os gustaba ir por ahí casi sin ropa —se indignó él. Aunque sí la había mirado varias veces, pensaba que lo había hecho con más disimulo.
—Prefiero estar desnuda y de piernas abiertas delante de cientos de veramaros antes que seguir sintiendo tus ojos en mí. Sé cómo miráis los rugamonteses a las mujeres, cómo las tratáis —soltó, ofendida, ella.
Él no respondió. Se giró hacia el lado contrario y le dio la espalda; lo que la cabreó aún más. Apretó las rodillas contra su pecho y enterró la cabeza entre los brazos.
Así se durmió ella, más él no pudo. Intentó tumbarse, apoyarse contra un árbol, acurrucarse bajo la capa arrancada de su armadura… Pero cada vez que cerraba los ojos sentía que estaba bajo las rocas y se ponía histérico. Tenía hambre, tenía sueño… y se sentía impotente.
***
El canto de los pájaros auguró el alba y Loyala abrió los ojos. No había dormido casi nada. Había mantenido un duermevela inquieto durante toda la noche. Por si la atacaba, por si intentaba matarla. Lo había oído de acá para allá toda la noche, trasteando con sus cosas.
Tenía que buscar comida, agua y ponerse en marcha. El bosque no la ayudaba a orientarse pero mientras mantuviera el altiplano de La frontera a su derecha estaría bien. Tarde o temprano llegaría a Verdamaro: a sus cenagales y pantanos, a sus taigas y sus bosques perennes. Echaba de menos la humedad que gustosamente había dejado atrás tres años ha.
Sin embargo, no se movió. Se quedó pensando un buen rato mientras trazaba un plan. Dónde conseguir agua, cómo conseguir comida. Su armadura no era buen abrigo para las noches así que necesitaría disponer de materiales para hacer juego también…
Entonces notó un tirón. El quinto príncipe intentaba coger la espada que ella tenía en la mano desde la noche anterior.
—Suelta la hoja si no quieres perder la mano —amenazó Loyala, mirándolo con fijeza.
—Es mi espada —insistió él. Se había vestido con algunas partes de la armadura: botas, guanteletes, pechera… Pero distaba mucho de la visión imponente de la tarde anterior—. Y quiero recuperarla.
—Me importa bien poco. La necesito y no la voy a soltar —se empecinó la princesa. Se levantó y se apartó de él—. El fuego es mío y no recuerdo haberte impedido gozar de su calor.
Dicho esto, se adentró entre los árboles y Sildo la perdió de vista. No comprendía a esa mujer. Lo había salvado pero lo trataba con desdén. Ella iba medio desnuda pero le molestaba que lo estuviera él. Compartía fuego y luego delimitaba propiedades.
Mas no pensó demasiado en ello. No merecía la pena. Necesitaba almacenar agua y comida para alejarse del altiplano y buscar el camino real. El que llegaba de Verdamaro a Rugamonte desde tiempos inmemoriales. Allí encontraría guardias de frontera, o algún pueblo desperdigado de nación ninguna. Podía utilizar la capa de fardo pero poca agua podía almacenar en su casco. Es más, no parecía haber río alguno cerca.
Así que de momento se centraría en cazar.
***
Sago leía por cuarta vez la carta del rey Krono mientras Kuraga, junto con otros sirvientes, preparaban todo para partir hacia el punto de parlamento. Un armisticio, un acuerdo para preparar los funerales de los príncipes y recuperar las fuerzas. Para guardar luto. «Loyala odiaría esto», se dijo. Todos los veramaros tienen los mismos derechos, aunque se rijan por una monarquía. Loyala tendría el mismo funeral que cualquier otro soldado muerto en batalla, aunque sin duda alguna la llorarían más. Era una buena general de ejército.
Sin embargo, iba a aceptar. Por respeto tal y como había aprendido de su padre, pero también por estrategia. Un mes y medio para reforzar las tropas, o incluso para crear alianzas con las islas del sur, donde habían inventado unas armas que lanzaban proyectiles a cientos de brazas de distancia.
Se subió al caballo que la doncella de su hermana le ofrecía y partió hacia el campo de batalla. Allí, justo a la altura de la campana que marcaba el inicio y fin de la batalla cada día, se había montado una mesa de diálogo donde los rugamonteses ya esperaban. Todos hombres: los cuatro príncipes y el rey Krono en el medio. Kuraga se quedó con el caballo y él, solo, tomó su único asiento en el otro lado de la mesa.
Porque no solo había perdido a la princesa y su hermana. Loyala era, a su vez, canciller, segunda mano y general del ejército. Prácticamente lo había perdido todo con ella. Pero al menos tenía a su pueblo; aunque ninguno de ellos tuviera sitio en la mesa.
***
Sildo intentaba montar una cuerda trenzando tallos secos que había estado recogiendo. Montaría trampas, esperaría pacientemente. Tarde o temprano algún roedor caería y tendría qué comer. No por nada era un curtido hombre de Rugamonte, donde el agua era un lujo que a veces se podían permitir una vez al día.
El fuego veramaro aún crepitaba, pero requería que le lanzara ramitas de vez en cuando. Y de la princesa no había ni rastro desde que, hacía dos horas ya, se había adentrado en el bosque.
Su reloj interno nunca fallaba; pero ya llevaba un día entero sin comer. Al fin y al cabo, durante la guerra se había acostumbrado a comer dos veces al día: al amaneces y al anochecer, como todos los soldados.
Poco después llegó Loyala. Con la espada colgando de un trozo de cuero del cuello y las manos llenas de, según Sildo, vegetación. «Tanto tiempo perdido cogiendo ramitas», pensó el quinto príncipe, viendo casi con dolor el esfuerzo de la mujer por mantenerse en pie y resistir el peso del hierro en el cuello.
Se acercó a la hoguera, soltó todo lo que había recogido y clavó la espada en el suelo. Ahora de su empuñadura pendía una tira de cuero que Loyala había sacado del cierre de su pechera. También había desmontado todas las partes de su armadura de cuero para poder aprovecharlas, por lo que se vestía únicamente con una camisa y un pantalón de algodón blanco, junto con las botas de cuero azul oscuro: el color de la piel de las ballenas.
Sildo observó cómo ella montaba lo que le parecía un asador sobre la hoguera. Un sinsentido pues no había carne para asar. Pero pronto cayó en su error cuando ella colgó de la rama transversal un pedazo de tronco verde abierto por la parte superior. Dentro, había agua. Y en esa agua metió algunas hierbas de las que portaba.
También tenía algunos frutos y tallos entre lo que había recolectado. Comida de animales para los rugamonteses, alimentos básicos para los veramaros.
Pronto, el olor de la sopa hizo rugir el estómago de ambos. Él seguía creando cuerdas, ella ya empaquetaba raciones para partir, y tenía otros trozos de tronco como el del fuego listos para llevar, pero sin abrir.
Finalmente, Sildo se decidió a hablar:
—¿Hacia dónde irás?
Ella se lo quedó mirando unos instantes. Sus ojos negros lo hicieron tragar saliva, como si no los hubiera visto nunca.
—Seguiré el precipicio hacia Verdamaro. Desde los cenagales, subiré al altiplano y me uniré a la batalla.
Silencio. Sildo pensó que era un plan razonable.
—¿Y tú? ¿Qué plan tienes? —preguntó ella. Quizá porque el silencio la incomodaba tanto como a él.
—Seguiré la salida del sol hasta el camino real. Allí encontraré algún puesto fronterizo o algún pueblo nómada que me podrá prestar un caballo. El camino es largo.
Loyala asintió con la cabeza. Pensó unos instantes.
—Un buen plan. Quizá me apunte.
Eso pilló por sorpresa al quinto príncipe.
—¿Juntos?
—Claro. ¿Por qué no? —restó importancia la princesa—. Nada me asegura que en estos bosques no haya cazadores rugamonteses. Podría pasarme cualquier cosa. Pero ir con un príncipe me puede ser de utilidad. A cambio, te ofrezco agua y comida, porque veo que de lo contrario te morirás de hambre.
Cualquiera hubiera tomado la declaración de Loyala como una ofensa, mas su tono demostraba que solo recalcaba los hechos: ella estaba comiendo mientras él trenzaba cuerdas.
—Me parece bien, princesa Loyala.
—Perfecto, pues… ¿Cómo te llamas, quinto príncipe?
—Sildo. Sildo el Viajero.
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