Por Gabriel De Noir
Temo al ver tus ojos verdes, tan inocentes,
y tu faz divina, tan benévola y atrayente.
Tiemblo al ver tu sonrisa, tan piadosa.
Quiero poder recordar tu rubor, tan dulce,
y los finos hilos de oro que son tu cabello.
¡Qué belleza tan divina! ¡Qué belleza tan atrayente!
Oh, Dulce Campana, lloro en la penumbra.
Tan cerca te siento que no puedo respirar.
Soy esclavo de la fe, tu cautivo eterno,
siervo de tu sonrisa, prisionero del aroma
que desprende tu blanca piel de seda,
tan fina, tan suave… tan tentadora.
Atrapado estoy en ti, soy feliz si no te alejas.
¡Qué cruel! ¡Qué diabólica! ¡No me dejas escapar!
Oh, Dulce Campana, grito en la oscuridad.
Tan lejos de mí estás que siento la soledad.
Añoro tus suaves palabras, las cálidas caricias
que tus manos sagradas concedían a este hombre.
¡Qué ternura! Estoy loco por pensar así.
¿Por qué tenías que ser tú? Es un pecado.
Solo mirarte ya lo es. No debo, y me duele.
Tan largo el tiempo de soledad que loco estoy.
Oh, Dulce Campana, deja de matarme.
Tan divina eres que solo mal me haces.
Del tomar tus manos solo quedan mi tacto y la suavidad.
Del mirar tus ojos solo quedan mi vista y el dolor.
Del sentir tu aroma solo quedan mi olfato y el rastro.
Del escuchar tu voz solo quedan mi oído y la melodía.
Del querer besar tus labios solo queda la amargura.
Y del desear amar tu cuerpo solo queda la sangre del Mal.
Oh, Dulce Campana, soy el peor de los diablos
y tú el ángel que me condenó a la cruda eternidad.