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Lorena S. Gimeno

Las Dos Coronas de Magnazura #2 Armisticio

Anteriormente en Las Dos Coronas de Magnazura:

Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.

Sin embargo, durante la batalla dos espadas chocaron. Loyala la Sanguinaria, princesa veramara, y Sildo el Viajero, quinto príncipe rugamontés. La princesa parecía haber ganado la batalla pero una tormenta arrancó en el campo de batalla. Un rayo partió la tierra y ambos cayeron por un precipicio.

#2 Armisticio

Kuraga entró en la tienda que hacía a la vez de aposentos reales y de sala de reunión. Había tardado varias horas en confirmar lo sucedido. La princesa Loyala, su señora, su amiga… Había desaparecido. Despeñada junto, al parecer, el quinto príncipe rugamontés.

Al principio, cuando un soldado le contó que la princesa de había despeñado, Kuraga pensó que habían confundido a Loayal con un soldado cualquiera. Al fin y al cabo, ella llevaba la misma armadura que otros veramaros: un simple traje con pechera y grebas de cuero de ballena curtido con las técnicas milenarias de su reino; las muñequeras de bronce no tenían grabado alguno y el casco… El casco de la princesa estaba en sus manos mientras permanecía en silencio frente a su rey. De bronce, como cualquier otro; pero con un distintivo que solo ella podía apreciar.

Porque ella misma había forrado el interior del casco de su princesa con algodón de las islas del sur; donde juntas habían pasado las últimas semanas antes de la guerra entre los reinos. De eso hacía tres años ya.

—¿Estás segura de que era ella? ¿No puede estar en ningún otro sitio? –preguntó, dolida, la voz del rey Sago, el hermano gemelo de la princesa; casi como dos gotas de agua.

Kuraga asintió levemente, incapaz de mirar los oscuros ojos de su rey, tan similares a los de Loyala. Apretó los dedos alrededor del casquete, mirando la visera y el hueco para los ojos. Aquella misma mañana se había entretenido en peinar el larguísimo pelo de su princesa en varias trenzas anudadas en un moño, aguantando este con una redecilla de tallo de lavanda.

—No llores, Kuraga. Seguro que está bien —restó importancia el rey, aunque en su voz aún había restos de preocupación y pena—. Mala hierba nunca muere, dicen.

—Lo sé, mi señor. Pero la naturaleza es implacable —auguró la doncella.

Se mantuvieron en silencio varios minutos, quizá una hora entera. La noche se cerraba hasta convertirse en una tiniebla oscura y espesa. No se oían cánticos, ni risas. Todo el campamento restaba silencio por su princesa, por la Sanguinaria que los había mantenido en pie tres duros y largos años de guerra. Ahora, se sentirían perdidos sin notarse bajo su sombra y estela.

***

En el campamento rugamontés también había corrido la noticia, pero el silencio brillaba por su ausencia. El quinto príncipe era apreciado por unos pocos. Demasiado idealista, demasiado blando para ser rugamontés. Sin embargo, en el cúmulo de tiendas que formaban los aposentos reales se habían juntado cuatro príncipes y el rey Krono alrededor de una mesa para comer y debatir. Glavo, primer príncipe, habló primero:

—No puedo creer que Sildo haya muerto en un simple accidente…

Ciertamente, jamás hubiera pensado que su hermano menor moriría de tal forma. Despeñado, la simple palabra dolía. Quizá más a él que a cualquier otro en la mesa. Pues parecía el único sin apetito aun con la cantidad de manjares a su alcance: asados, estofados, encurtidos… Los vasallos habían dado buena caza aquella mañana, mientras los soldados luchaban.

—Ha muerto como un cobarde, que es lo que era —desdeñó Vagon, cuarto príncipe, mientras mordisqueaba la pata de un jabalí. Y rápidamente sintió una patada bajo la mesa, seguramente de su hermano gemelo Klubo, que lo reprobó con la mirada.

—Sildo era un buen chico —dijo finalmente el rey—. Pediremos armisticio para llevar a cabo su funeral y luto en la próxima luna nueva, como dictan nuestras tradiciones.

—¿De verdad creéis, padre, que los veramaros aceptarán un mes y medio de tregua por un quinto príncipe? —se preocupó Gheti, el segundo príncipe. Glavo lo miró con desdén y este le quitó hierro al asunto con un movimiento de hombros.

—Se rumorea que el soldado veramaro que cayó con él era, nada más y nada menos, Loyala la Sanguinaria —rió con pena el viejo rey.

En cada uno de sus hijos podía verse: castaños, rudos, de ojos azules… Sin embargo, Sildo siempre se había parecido a su madre: más delicado, de cabellos rojizos y mirada verde como un brote floreciente. ¿Cómo le diría a su mujer que había perdido al niño de sus ojos? Ella y sus siete hijas llorarían día y noche hasta su funeral; un verdadero lamento de plañideras.

—Si es así el rey Sago aceptará el armisticio —aseguró Glavo, sorprendido ante el hecho de que su padre supiera de los rumores que corrían por el campo de batalla—. Incluso podríamos pedir tres meses; y así reparar y recuperar a nuestras tropas. Podríamos incluso hablar con las islas del norte y…

Se calló. Krono había levantado la mano. Y cuando el rey mandaba callar era mejor hacerlo.

—Manda, pues, una carta al campamento de Verdamaro para parlamentar. Acordaremos con el rey Sago el tiempo que necesita su pueblo para llorar a la princesa.

 ***

Mientras el mensajero real de Rugamonte cruzaba el campo de batalla vacío, en lo más hondo del desfiladero de La Frontera una princesa despertaba de un sopor doloroso. Loyala soltó un quejido al incorporarse, sin dejar de mirar el poco cielo que veía entre las copas de los árboles. Cada rama, cada astilla había sido un moratón añadido a su cuerpo durante la caída; pero al menos estaba viva. Y, aunque le costara y le doliera admitirlo, había sido gracias al quinto príncipe rugamontés.

Intentó acostumbrar los ojos a la oscuridad. Las nubes de la tormenta aún no se habían disipado y las gotas de agua helada atravesaban su cuerpo como agujas. Necesitaba encontrar cobijo, una cueva o similar, y hacer fuego. Necesitaba comer algo y descansar. Deseaba con fervor un baño caliente…

Gritó al apoyarse en un árbol cercano. Tenía el hombro dislocado; o quizá peor. Comprobó el estado de sus piernas y se alegró de poder caminar.

Se orientó para acercarse al precipicio por el que habían caído. Allí encontraría cobijo, y quizá al príncipe. Su orgullo veramaro no le permitía olvidarse del hombre que había salvado su vida. Debía saldar su deuda.

***

Más tarde, justo debajo del precipicio, el quinto príncipe rugamontés, Sildo, se había abandonado a su suerte. Tal y como había pensado, su armadura había resistido la caída y estaba prácticamente intacto. Sin embargo, no había pensado en la posibilidad de un segundo desprendimiento, de los restos de roca que habían caído después para enterrarlo en vida. Y de eso ya hacía cuatro horas.

Cuatro horas sin poder moverse… Cómo le habría gustado morir aplastado. Ahora, sin agua ni comida, moriría de inanición lentamente. ¿Tardaría días? ¿Semanas? Debería haberse lanzado al vacío junto con la princesa.

Y ya se estaba riendo de su maldita suerte cuando notó que las rocas a su alrededor se movían. Quizá un tercer desprendimiento; quizá un corrimiento de tierra que lo dejaría sin aire al menos. Pero de pronto sintió que algo tiraba de su pie izquierdo, de la bota de hierro; y esa cosa siguió tirando hasta que dejó su pie desnudo (o casi).

Las rocas se movieron de nuevo y Sildo vio la oportunidad de escapar. Se removió, se quejó, casi gritó. Sintió un golpe en la pantorrilla: metal contra metal. Como si alguien hubiera intentado clavarle una espada a través de las rocas.

Espera… ¿Y si lo habían hecho? ¿Y si alguien estaba usando su espada para hacer palanca y mover las rocas?

Gritó, pidió ayuda. Pronto vio un rayo de luz entre las piedras sobre su cabeza. Otro tirón; esta vez de su cuerpo entero. Las rocas volvían a amoldarse alrededor de su cuerpo  a medida que tiraban de él; pero ya notaba el frío de la noche en la cintura. Hizo fuerza, ayudó como pudo.

Y salió de su prisión. Respiró como si llevara tiempo sin hacerlo. Tiró de su casco y lo lanzó lo más lejos que pudo. Empezó a quitarse las piezas de la armadura de cuerpo entero. Todo hierro, todo metal; ahora su ataúd en vida. Y la odiaba.

—¿Estás bien o qué? —le preguntó una voz a su espalda, y se dio la vuelta.

Una hoguera titilaba un par de metros detrás de ella, contorneando su figura, proyectando su sombra. La había visto antes, pero parecía la primera vez que veía a la princesa. Ojos y cabellos negros, piel morena… Se abrazaba el hombro derecho y lo miraba con desconfianza. Sus trenzas empezaban a salirse de la redecilla que las sostenían y su ropa parecía haberse empezado a secar, pero aún estaba mojada por la lluvia anterior. Temblaba un poco, pero mantenía la espada firme en la mano izquierda; una espada demasiado grande para ella.

—Estoy… bien —atinó a decir Sildo, desviando la mirada. Por un momento había sido hipnotizado por su extraña belleza de diosa de las tinieblas. La Princesa Sanguinaria, decían, y con qué razón.

—Entonces deja de desnudarte y ayúdame. Tengo un hombro dislocado —ordenó ella, sentándose junto al fuego; donde las piezas de la armadura de cuero se secaban lentamente.

Su voz era suave pero firme también. Casi como una descripción de ella misma: suave y firme; terrorífica e hipnótica; fea y hermosa. Una dualidad increíblemente extraña.

Sin embargo, Sildo estaba feliz de estar vivo y obedeció sin más. Dar y tomar, un dicho rugamontés. La cogió del antebrazo y tiró. Le arrancó un grito casi efímero.

Y luego se hizo el silencio.

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